
Por: Gerardo Arias
El 31 de diciembre uno quiere acabar -o empezar- todo aquello que no hicimos el resto del año. Es como si se nos fuera la vida en un día y ya no hubiera más chances.
Y al mismo tiempo, conforme se acerca la medianoche, estamos deseosos de un próspero y venturoso Año Nuevo, como rezaban los antiguos calendarios que entregaban los establecimientos comerciales a sus clientes.
Un mejor año aunque sea, pensamos resignados para nuestros adentros los peruanos acostumbrados, por lo menos en el plano político, a que cada año sea peor que el anterior.
El Año Nuevo es, pues, una de nuestras tantas ritualidades colectivas pero que destaca especialmente por esa esperanza (ilógica) que le ponemos todos a lo venidero, al hecho de que apenas den las doce de la noche todo será diferente; no solo porque deseamos que se cumpla nuestro deseo de un mejor año, sino también por las diversas promesas que nos hacemos para emprender el cambio en nosotros y nuestras vidas.
Ya sabemos, sin embargo, que todo se diluye en los días y semanas siguientes, cuando volvemos a la rutina y a los pretextos de siempre para justificar que no hagamos, lo que entre brindis y brindis, reunión y reunión, nos habíamos prometido en todo orden de cosas.
Que el 2023 sea el año en que todos cumplamos, con determinación y perseverancia, aunque sea algunas de nuestras promesas. Tal vez así, en la sumatoria de promesas individuales cumplidas, logremos tener un mejor año colectivo.
Obviamente, nada sería mejor que esas promesas individuales incluyan ser mejores ciudadanos, capaces de tomar decisiones informadas y de estar comprometidos con la defensa del estado de derecho, la justicia social y la democracia.
Porque no es posible el bienestar individual si no apostamos por el bienestar colectivo. No somos islas sino un gran archipiélago humano que necesita establecer más modos de conexión para seguir a flote.
31 de diciembre 2022
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