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El Otro Perú entra al Congreso: semblanza arguediana de una paradoja marrón

  • Writer: Perú USA Southern CA
    Perú USA Southern CA
  • 2 days ago
  • 3 min read


Por: Jorge Yeshayahu Gonzales-Lara


En su testamento literario y vital, José María Arguedas escribió con desesperada esperanza sobre un Perú escindido: uno blanco, urbano, letrado y dominante; otro indígena, campesino, marginado, pero pleno de humanidad, sabiduría ancestral y ternura subversiva. Ese “Otro Perú” —quechua y andino, amazónico y migrante, polifónico y herido— fue durante siglos negado, folklorizado o simplemente borrado del relato oficial de la nación.


Arguedas quiso revertir esa exclusión con la palabra. Hizo del quechua una lengua literaria en castellano, sembró mitos entre la estadística y tejió ríos de dolor en la urbe modernizante. Su obra no fue solo literatura; fue testimonio, exorcismo y proyecto de país. En él convivían el antropólogo y el poeta, el académico y el niño humillado en un colegio de blancos. Y en esa contradicción, que es también la del Perú mismo, Arguedas imaginó un mestizaje no impuesto, sino integrador, una modernidad que no excluyera lo andino, sino que lo reconociera como parte fundante de lo nacional.


Hoy, sin embargo, ese Otro Perú —o al menos sus rostros, nombres, acentos y trajes— ocupa escaños en el Congreso de la República. Figuras como Guido Bellido Ugarte, cusqueño de habla quechua, ex primer ministro, símbolo de una clase política emergente del sur andino, representan esa presencia simbólica de lo racializado y lo excluido. Su apellido serrano, su acento marcado y su filiación con la izquierda popular lo convirtieron en blanco de ataques racistas de la prensa limeña. Similar es el caso de Margot Palacios, congresista por Ayacucho, de origen campesino, acusada de “radical” por su defensa de causas andinas y populares.


También podemos mencionar a Katy Ugarte, profesora rural de Cusco, que personifica esa movilidad social silenciosa, aunque sus posiciones políticas contradicen a veces las expectativas progresistas. O a Silvana Robles, joven congresista por Junín, cuya estética mestiza, entre lo urbano y lo rural, pone en tensión las narrativas clásicas de representación.


Pero la representación no es solo una cuestión de origen. Lo arguediano nos obliga a mirar más allá del rostro y del apellido. Porque no basta con tener apellidos quechuas o trajes típicos. El problema está en las estructuras que no se transforman, en la lógica colonial que sigue operando incluso en aquellos que se dicen representantes del pueblo.


Por eso, esta paradoja no se limita al Perú. Se amplifica en el Norte Global, donde miles de peruanos migran y se enfrentan a una nueva racialización. Allí, lo que en Lima es considerado blanco —el limeño apellidado García Miró, Salaverry, o Peschiera— se convierte en marrón, en latino sospechoso en Nueva York, Miami o Madrid. Incluso profesionales blancos de clase media alta enfrentan barreras raciales y laborales, siendo vistos como “racializados” por su acento, pasaporte o color de piel no anglosajón.


Un empresario limeño que se presenta como “blanco” en Perú es percibido como parte del brown underclass en Estados Unidos. Su blanquitud simbólica, sostenida por el racismo estructural del Perú, se diluye en el Norte Global. Es el caso de muchos migrantes clasemedieros, que descubren —al llegar a Europa o Estados Unidos— que ya no son “blancos”, sino “latinos”, “otros”, brown bodies atravesados por una nueva geopolítica del color y del idioma.


Esta experiencia de desclasamiento racial también la viven artistas, académicos y profesionales: la soprano Sylvia Falcón, a pesar de su formación y estética andina culta, es racializada en España como “extranjera”; el escritor peruano Diego Trelles Paz ha reflexionado sobre esta frontera racial que emerge en el Norte, donde lo peruano es reducido a lo étnico, lo subalterno o lo sospechoso, incluso si viene vestido de blanquitud limeña.


Lo que ocurre, entonces, es una doble paradoja: los provincianos racializados en el Congreso son celebrados como símbolo de inclusión, pero muchas veces reproducen la lógica colonial que los formó. Mientras tanto, los blancos racializados del Perú en el extranjero son confrontados por una racialización que no esperaban, una especie de castigo simbólico por haber sostenido —en sus países de origen— un sistema de exclusión que ahora los atrapa desde otro lugar.


¿Qué diría Arguedas ante esta geografía invertida del poder y la raza? Probablemente, celebraría que el Otro Perú tenga voz, pero también lloraría —como lloró en su diario— al ver que esa voz puede volverse eco del poder de siempre. Porque la blanquitud, como privilegio, es frágil y contextual; y la racialización, como violencia simbólica, cruza fronteras, se reinventa y persiste, incluso cuando se camufla de democracia, de progreso o de representación.


Este ensayo es, entonces, una invitación arguediana a no confundir rostro con representación, ni origen con transformación. El Perú del siglo XXI necesita ir más allá de la presencia simbólica: requiere una refundación ética del poder desde las voces marrones, andinas, migrantes, mestizas y excluidas. No para capturar el Estado, sino para reinventarlo desde el dolor y la esperanza.

 
 
 

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